Por Julián Rodríguez
“Quítate pinche burro… que te quites te digo”, le dijo Juan Rodríguez Mejía al animal que estaba obstaculizando la entrada de su casa pero al no recibir respuesta le asestó tremendo izquierdazo a la mandíbula que el pobre animal cayó como un bulto.
No contaba que cerca de allí se encontraba el dueño del asno y que al ver el trato que le dieron sacó la moruna y empezó a corretear al entonces púgil nacido en la calle Victoria de Xalapa.
Una extraña anécdota del llamado “Zurdo de oro”, un peleador fuera de serie que alcanzó la fama por su poderoso puño izquierdo con el que a casi todos sus adversarios hizo morder el polvo por la vía del “cloroformo”.
Su historia nos la contó antes de morir en la casa que vivía en la calle Guerrero. Al hombre le gustaba narrar su vida, sus experiencias en el mundo del moquete y la trompada, de sus cientos de batallas que protagonizó en las mejores arenas del país y en ocasiones hasta del extranjero.
En esa ocasión se dio vida plasmando sus vivencias, incluso hasta de las muchas mujeres que tuvo dada su fama de ponchador, de invencible, de hombre fuerte, casi de acero y figura granítica, aquel que nada lo vencía sólo su gusto por el poderoso y maldito alcohol.
“Mira, carnalito, la mera verdad yo pude haber sido campeón mundial pero ya ves, mi gusto por la bebida no me lo permitió”, recuerdo que me dijo esa ocasión en su cuarto casi derrumbado que le servía de aposento y guarida, aquel que también daba cabida a muchos de sus amigos, de sus compañeros de cuerga y hermanos del mismo dolor.
Se respiraba un olor a humedad pero él ya estaba acostumbrado y el piso estaba tapizado por decenas de botellas que, junto a otros igual que él, ya habían compartido y vaciado.
Nunca le tuvo miedo a ningún rival, de hecho, en la década de los 70 estuvo cerca de enfrentar a Rubén Olivares pero el “Cuyo” Hernández, mánager del “Púas” no quiso.
“No, cómo crees, tu peleador es una chucha cuerera”, le dijo a don David Ovando, entonces manejador de Juan Rodríguez, ya que sabía que una derrota evitaría que su pupilo fuera por el título mundial de peso pluma, que por cierto, más tarde conquistó.
Madera de campeón tenía el “Zurdo de oro” pero su afición por la bebida fue más fuerte.
Eran esas épocas de oro del boxeo xalapeño, cuando la Arena Xalapa se llenaba hasta el tope, en esos tiempos en los que existieron los mejores boxeadores como el “Piteco” Cuevas, “Albañilito” Huerta, Ángel Espíritu y el “Vago” Yépez, entre otros.
Era muy poderoso arriba del ring pero abajo era frágil como una flor, era prácticamente vulnerable; su debilidad eran las mujeres, las trasnochadas y la alocada fiesta nocturna pero lo peor es que se dejaba llevar por el “canto de las sirenas”, de los halagos de sus “amigos”.
“¿Qué querías? Siempre me gustaron las mujeres, anduve con estadounidenses, brasileñas, boricuas y de todo”, se confesó esa vez.
Así su vida y su voluntad se fueron minando, recorrió esos caminos insospechados que ofrece este mundo terrenal, deambuló por veredas que conducen a la oscuridad, al mal pero por un tiempo regresó por esos rumbos de la sobriedad y el entendimiento.
Su deseo, el último, fue tener una pelea de despedida y por allí de 1994 decidió regresar al gimnasio y en unos meses después le cristalizaron su sueño y enfrentó ni más ni menos que contra el “Púas” Rubén Olivares, en un combate de “exhibición” pactado a seis rounds.
Qué exhibición ni qué nada, los protagonistas intercambiaron metralla pura. Nadie dio marcha atrás y se dieron con todo el armamento que tenían, dejando un grato sabor de boca entre los asistentes al coloso de la calle Sayago.
De ahí pa’l real ya nada fue igual, Juanito regresó a un destino que ya tenía trazado desde que nació, retomó el camino que conduce al olvido, lejos de Dios. Pocos meses después, por allí de noviembre del mismo año murió.
Así llegó el fin de la historia del más grande peleador xalapeño de todos los tiempos. Un noqueador que a muchos de sus enemigos conmocionó y dejó tendidos en la lona pero que lamentablemente sucumbió por nocaut en su última batalla ante la muerte, esa de la que nadie puede ni podrá escapar