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Soportó 15 años de decepciones
- Escrito el:: 12 noviembre, 2016
¿Dónde estabas en 2001? Seguro que lo recuerdas como si fuera ayer, o la semana pasada, o el mes anterior.
COLUMBUS, EU., noviembre 11 (EL UNIVERSAL).- ¿Dónde estabas en 2001? Seguro que lo recuerdas como si fuera ayer, o la semana pasada, o el mes anterior.
Yo estaba sentado en la sala de la casa de mi hermana, allá en Santa Clarita, California. Me preparé para el juego Estados Unidos-México en Columbus, de eliminatoria, como nunca. Fui al “mall” a comprar refrescos, papas, palomitas, mucha botana y uní a todos los que trabajábamos en la plantación de algodón. Ahí estábamos todos, unos guatemaltecos, otros hondureños y un cubano. Por momentos me sentí como en mi hogar, allá en México, como si esos compañeros de trabajo fueran mis familiares, mis primos Raúl, Juan y Édgar con los que siempre veía el futbol y todos los resúmenes los domingos por la tarde.
Pero no eran ellos. Cuando Jorge Campos se equivocó y nos metieron el primer gol todos los compañeros se volvieron rivales, se burlaron de mí… Por poco los corro de la casa.
Pasó mucho tiempo y ese juego me dejó marcado. Dejé de trabajar en los campos y conseguí “jale” en la ciudad en un restaurante de comida tailandesa, como lava platos. Todas las noches me regresaba con un paisano de Chiapas y le contaba de aquellas tardes con mis primos y mis amigos, con los que jugábamos en el deportivo que estaba en la colonia y regresábamos para ver todos los resúmenes de futbol, hasta bien noche.
Llegó el 2005 y me volví a ilusionar. Otra vez Estados Unidos-México en Columbus, otra vez de eliminatoria. Mi amigo chiapaneco vino a la casa bien emocionado a ver el juego. “Esta vez ganamos”, le prometí. “[Ricardo] La Volpe es muy bueno”. Me volvieron a decepcionar, y otra vez por 2-0. Mi amigo de Chiapas se fue llorando y hasta dejó de trabajar en el restaurante, pero no por la depresión, sino porque lo deportaron.
Seguí trabajando con los tailandeses, ya era jefe de cocina y pedí dos días para prepararme y ver el juego. En ese entonces ya vivía en San Pedro, en un lugar mejor que el del inicio, donde llegué y compartí con diez indocumentados, como yo.
El nombre de Eriksson no me sonaba. Pensé que sólo era marca de teléfonos. ¿Era sueco, verdad? Me encerré solo en mi casa, hasta le dije a mi novia Marylin, así se llamaba, que me iba a ir de vacaciones. Mentira, me quedé en casa solo, ya vivía solo, para ver el juego.
Fue un grave error. Destrocé mi cuarto cuando Oswaldo se tragó el segundo gol, la pelota le pasó por debajo del cuerpo al muy…. Bueno. La casera casi me corre por el relajo que hice.
La últimas vez ya ni lo vi. Pedí doble turno en el trabajo para no saber nada…. Pero ni así pude evitar enojarme. En la cocina los empleados pusieron una televisión… Ni pude trabajar bien, rompí dos platos cuando el Chuy Corona salió mal en ese primer gol. Mejor me fui a refugiar en el alcohol.
Pero ya lo superé, ya estoy listo para lo que sigue. Por eso manejé tres mil kilómetros, tres días. Me traje a mi hijo, se llama Édgar Raúl; por mis primos, es estadounidense, tiene derechos, va a poder votar, algún día, aunque a mí me retachen por culpa de Donald Trump. Ya no quise ver el juego por televisión, para qué, mejor en vivo. Yo confío en mi Selección, sé que van a ganar, vine porque quiero que mi hijo sienta lo que yo, revela un orgulloso aficionado anónimo, convencido de que México es mucho mejor que el rival en turno.